Escribir sin esperanza ni desesperación


Encuentro en Facebook una foto de la hormiga arrastrando una palomita de maíz.

La hormiga y la palomita de maíz

La autora, mi cuñada, escribe:

«Ja, ja, ja. La hormiga se lleva la palomita gigante y Belén la sigue para averiguar dónde está el hormiguero».

Belén tiene ocho años y medio. Era la hora de los juegos. ¿Cuántas personas habría en el patio?

En cualquier momento, alguien podría haber aplastado a la hormiga o peor aún, apropiarse de la palomita a las puertas del hormiguero. Pero es probable que la hormiga no se planteara ninguna catástrofe. Simplemente, encontró la palomita de maíz y la empujó sin reparar en los gigantes.

La hormiga me recuerda una frase de Isak Dinesen:

«Yo escribo cada día, sin esperanza ni desesperación».

Quiero suponer que llegó al hormiguero con su carga. Descansó un segundo y volvió al patio atestado de gente para buscar una cáscara de pipa o un trozo de patata frita. Y en ningún momento se detuvo a pensar en las desazones del ayer ni en los sueños y angustias del mañana: hizo lo que tenía que hacer sin esperanza ni desesperación.

También B. me hace pensar: ¿Cuándo fue la última vez que estuve paseando por pasear, mirando por mirar, sin buscar…? Hace muchos veranos. Lo recuerdo.

Estoy en el centro y para hacer tiempo entro en La Casa de las Sirenas (Sevilla), palacete de marqués reconvertido en centro cívico. Un cartel me atrae: EXPOSICIÓN. No presto atención a las demás palabras. Me dirijo a la sala.

Pintura con escenas y personajes de la vida cotidiana con fuertes naranjas y rojos, y formas que recuerdan vagamente a Francis Bacon. Ojeo los cuadros con la misma desatención que doy a los escaparates. Hasta que una figura capta mi atención. Es una vieja de negro con un pañuelo en la cabeza y la mirada hosca.

«Mírame!», me dice.

Ella se asoma a una escena desde la izquierda, como un espontáneo que se introduce en una foto. En el centro del cuadro baila una pareja (el bailarín lanza a la bailarina por los aires). A la vieja no le gusta esto; lo dicen sus ojos.

Descubro, sin mucha atención, a la vieja inquisidora en otras dos pinturas. Entonces la busco a propósito, como en un juego de «descubre la figura misteriosa». Observo que los cuadros son de distintos autores. La vieja mirona es el sello personal del mismo pintor. ¿Una “nueva” corriente pictórica? Vuelvo al cartel de la entrada y leo:

EXPOSICIÓN DE PINTURA COLECTIVA

Los colores de la mente

Los pacientes de la Comunidad Terapéutica de Salud Mental del área hospitalaria (…) exponen (…)

«Pintura de locos», pienso con envidia.

El pintor Francis Bacon resuena en mi cabeza:

«Capturar un instante en toda su violencia y toda su belleza».

Así es. La belleza en la intimidad de una pareja es rota por la vieja de negro. La vieja no es un sello personal, es un dolor personal. Y por esto, un arte auténtico, que no busca el aplauso ni llamar la atención en los telediarios. Un arte atento a lo esencial, como lo fue el arte en los principios de la humanidad. (He querido ponerme en contacto con el pintor, pero el pudor me lo impidió).

Recuerdo a Bradbury —que cito a menudo—: «En la rapidez está la verdad».

El trazo violento de aquel pintor desconocido debe equivaler a un tecleo sin pausa. Quizá así, el escritor esté más cerca de lo auténtico.

(Primera publicación: 3 de marzo de 2014)

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